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El último acto de bondad

Autor anónimo

“No tengas miedo de ir al panteón, hijo, los muertos hacen menos daño que los vivos”, me dijo mi mamá hace 20 años, mientras yo me debatía entre si ir o no al entierro de un amigo que acababa de morir en un accidente. Sería la primera vez que visitaría el beisoilom, como lo llamaba mi zeide, y estaba nervioso, pero como siempre, las palabras y la infinita sabiduría de mi madre llegaron al rescate.

No me acuerdo qué pensaba de la muerte en aquel entonces. Era un pisher de 19 años y mi mente estaba enfocada en temas “mucho más importantes”, como el siguiente puente a Acapulco o la chava que se estaba haciendo la difícil para salir conmigo. Asuntos tan existenciales y tétricos como la muerte no figuraban en el vaivén de mis pensamientos.

Al final, fui al panteón. La experiencia me impactó, naturalmente, no solo porque me encontré cara a cara con la mortalidad y la fragilidad de la vida; sino por la sensación anticlimática, y hasta contra natura, que permea el ambiente siempre que un alma joven se despide antes de tiempo. Además, fue desgarrador ver a la mamá de mi amigo, inconsolable ante la pérdida. Más de dos décadas después, aún puedo escuchar en mi cabeza sus gritos y sollozos.

No tengo memoria de cómo se llevó a cabo el ritual del entierro ese día. Sin embargo, en levayes a las que fui después, empecé a identificar cierta continuidad. Como todo rito en el judaísmo, el sepelio tiene una secuencia, sus pasos, cada uno con su significado correspondiente.

Para quien asiste a un entierro, la ceremonia empieza cuando se abren las puertas de un “cuartito” y puede verse el féretro, cubierto por una sábana negra bordada con un Maguén David dorado, usualmente empujado por un hombre conocido como “Sammy, el del panteón”.

—¿Qué hay en ese cuartito, pá? —pregunté una vez que fui a una levaye con mis papás.

—Es donde bañan a los muertos y los preparan para el entierro —me contestó.

“Ah, caray, ¿a los muertos se les baña?, ¿por qué?, ¿cómo se hace eso?, ¿quién se atreve a hacerlo?”, me pregunté.

De regreso en el coche, saqué de nuevo el tema. Sin mayor detalle, me dijeron que a los muertos se les baña y se les envuelve en una sábana blanca antes de enterrarlos, sin ropa ni ningún otro artículo mundano.

—De este mundo no te llevas nada —concluyó mi papá.

Insistí en que me dijeran quién lo hacía. Me explicaron que había un grupo de voluntarios dedicados a realizar esa labor.

—Es la mitzvá más grande que puedes hacer, porque el muerto no te puede dar las gracias —me dijo mi mamá.

Se referían a los integrantes de la jevrá kadishá, “sociedad santa”, y a la gran mitzvá que se conoce como tahará, “purificación”. Igual que un bebé se lava al nacer y entra al mundo limpio y puro, del mismo modo los judíos nos despedimos de él: purificados a manos de los integrantes de ese grupo de personas poco conocidas, pero especialmente entrenadas para cuidar y preparar al cuerpo, sagrado al ser el recipiente de nuestra alma en esta tierra.

Los entierros judíos deben llevarse a cabo lo más pronto posible, por lo que existe una ventana de oportunidad muy corta para organizar la tahará y la levaye. Cuando se pertenece a la jevrá kadishá, todo inicia con una llamada de Sammy Goldzweig, director de la jevrá y antes mencionado como “el del panteón”, quien te pregunta: “¿Puedes venir mañana al panteón?”. En caso afirmativo, te cita entre una hora y una hora y media antes de que lleguen los avelim.

Los voluntarios se encargan de preparar a los hombres y las voluntarias a las mujeres. El ritual se realiza, idealmente, entre dos o tres personas, y el trabajo en equipo es imprescindible. Una vez que se recitan las brajot correspondientes dentro del “cuartito”, llamado bet ha’tahará, se retira la ropa y cualquier otro artículo externo y el cuerpo se lava siete veces con agua y jabón, lo cual se conoce como rejitzá.

Después, se asean cuidadosamente todos los recovecos del cuerpo, a fin de limpiarlo de cualquier posible impureza, y se vuelve a lavar mediante un flujo continuo de 30 litros de agua, purificándolo así de manera similar a la purificación en la mikve. Luego, el cuerpo se seca y se viste con siete tajrijim, ropas blancas hechas de lino puro. Los últimos pasos, si se trata de un varón, consisten en cubrirle la cabeza y los hombros con su talit, y tanto a hombres como a mujeres se les envuelve completamente en una sábana blanca.

Si bien todo se lleva a cabo con la mayor dignidad y respeto, al final se pide perdón al fallecido por cualquier daño o error involuntario que se haya podido cometer durante el proceso.

En lo personal, tras mi primera experiencia como voluntario de la jevrá kadishá, salí de la tahará con una sensación de profunda gratitud, logro, contribución y asombro. Extrañamente, y lo digo de manera muy honesta, a pesar de las circunstancias y de tratarse de mi primera aproximación directa con la muerte, no sentí miedo ni incomodidad; lejos de esto, sentí una profunda inyección de energía. La muerte, por más extraño que suene, me dio más ganas de vivir.

Mi madre, como acostumbra, tenía razón —aunque a veces no me guste aceptarlo—, aunque ahora yo diría que los muertos, más allá de que hagan menos daño que los vivos, son grandes maestros de vida.

Desde esa primera experiencia, la tahará ha sido para mí una fuente impresionante de aprendizaje y crecimiento. Entre otras cosas, me ha enseñado a ser más humilde, a dejar el ego en la puerta y a experimentar lo que es llevar a cabo un verdadero acto desinteresado en beneficio del prójimo. También he aprendido a tenerle menos miedo a la muerte y a entender la diferencia entre cuerpo y alma.

Además, la tahará es la representación viva de que, independientemente de cuál sea nuestra historia de vida, todos somos iguales en la muerte. Dentro del bet ha’tahará no se hace distinción ni excepción alguna por apellido, saldo bancario o estatus comunitario; no hay zona VIP ni línea de atención preferente.

Sin importar condición económica ni social, todos seremos lavados de la misma manera y vestidos con las mismas ropas. Tal como me lo dijo mi papá hace años, de aquí no nos llevamos nada. El viaje del alma al otro mundo no requiere de pasaporte ni dinero; no se empacan jeans ni zapatos de diseñador; no se lleva un Rolex, porque no hay necesidad de ver la hora; el iPhone también se queda, porque ya no hay correos que responder, negocios que atender o llamadas que contestar. Al ego tampoco se le da cita, porque ya no hay a quién impresionar. Simplemente es el alma, pura y llana, la que únicamente se lleva la experiencia de lo que vivió y experimentó aquí, y la que deja en sus seres queridos su recuerdo y legado.

De lo primero que se aprende al entrar en la jevrá, es que la tahará se hace sin esperar a cambio agradecimiento ni recompensa alguna. A mí se me hace impensable, y hasta cierto punto ridículo, recibir las gracias por hacerlo. Pero no solo porque, de acuerdo con la halajá, debemos llevarla cabo de forma completamente desinteresada, sin siquiera la expectativa de que nos den las gracias, sino porque YO soy el agradecido con esas almas, por aportarme tanto y por brindarme la oportunidad y el honor de contribuir a su proceso de transición entre este mundo y el olam ha’ba.

Siempre lo seguiré haciendo lo mejor que pueda, cuidando de los restos mortales de esas almas eternas con mucho respeto y amor. En esencia, estoy ayudando al cuerpo a volver a D-os, a través de ese último y máximo acto de bondad.

Mi profundo agradecimiento a Sammy, maestro y guía, quien me invitó a unirme a la jevrá y quien, con paciencia y dedicación, me enseñó - y me sigue enseñando - a entregarme a esta gran mitzvá. El mayor de los reconocimientos —mas no agradecimiento, porque no sería propio— a todas mis compañeras y compañeros de la jevrá. Los ojos de D-os están puestos sobre ustedes.

Kehila Ashkenazi, A.C. Todos los derechos reservados.
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