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Por Susy Anderman
Son días muy complejos en el mundo, en Israel y en nuestro querido Instituto Weizmann de Ciencias, ubicado en Rejovot, en el centro de Israel. En la madrugada del sábado 14 de junio su infraestructura fue seriamente dañada. Cinco edificios quedaron inutilizados, uno de ellos, donde investigan cómo curar el cáncer fue completamente destruido. Cuarenta grupos de investigación tendrán que ser reubicados y las reconstrucciones demorarán hasta cinco años.
En tiempos de conflicto, solemos pensar en los daños inmediatos: las vidas perdidas, los edificios colapsados, los paisajes devastados. Pero hay otro tipo de pérdida, menos visible y no menos trágica: la pérdida del conocimiento, del avance, de la posibilidad de un mañana mejor. Que el Instituto Weizmann de Ciencias, uno de los centros científicos más prestigiosos del mundo, pueda convertirse en blanco de destrucción no es solo un ataque a Israel; es un atentado contra el porvenir de la humanidad entera.
El Weizmann no es simplemente un conjunto de laboratorios o un campus académico. Es un lugar donde la ciencia ha florecido con libertad, donde mentes brillantes de todas partes del mundo han colaborado para combatir enfermedades, resolver enigmas del universo y encontrar soluciones para los problemas más urgentes de nuestra era. La investigación que ahí se realiza salva vidas. Su razón de ser es construir, sanar, entender.
Por eso, duele profundamente pensar que un centro como éste pueda estar en la mira de regímenes fanáticos cuyo objetivo es la destrucción. Que Irán, un país cuyo gobierno ha hecho del odio una estrategia política, no sólo persista en su obsesiva carrera nuclear, sino que además apunte contra laboratorios como los del Weizmann, revela una triste verdad: hay quienes le temen al pensamiento libre o a la vida misma más que a las armas.
No se trata solo de política o de geopolítica. Se trata de la esencia misma de nuestra humanidad. La ciencia representa lo mejor de nosotros: nuestra capacidad de imaginar, de aprender, de trascender. Atacar la ciencia es atacar la esperanza.
Es cierto, ninguna pérdida material puede equipararse con la pérdida de una vida. Pero cuando se destruyen instalaciones científicas en instituciones como el Weizmann, también se mata simbólicamente una parte del espíritu humano. Se apagan ideas que aún no nacen. Se condena a generaciones futuras a no beneficiarse de descubrimientos que podrían haber sido.
Este ataque no puede verse como un asunto regional o aislado. Es una afrenta global. Es un recordatorio brutal de lo que está en juego cuando el fanatismo reemplaza al diálogo, cuando el odio suplanta a la razón.
El Instituto Weizmann no debe ser defendido solo por lo que representa para Israel, sino por lo que representa para todos nosotros. Protegerlo es proteger el futuro. Porque cada experimento que ahí se realiza, cada molécula que se analiza, cada ecuación que se resuelve es un paso más hacia la vida. Y cuando la vida es amenazada, no podemos guardar silencio.
Desde hace 91 años, los científicos del Weizmann, de distintas nacionalidades y credos, investigan juntos para tratar enfermedades que afectan a la humanidad y para revertir la crisis ambiental global.
La resiliencia y la fortaleza están en el ADN de la comunidad Weizmann. Con el apoyo de muchos de ustedes, ya comenzó la reconstrucción. ¡Gracias por estar cerca!