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DISCURSO LA MUJER DEL AÑO 2022

Por su trascendencia, nos permitimos compartir el mensaje de nuestra querida amiga Silvia Cherem, en la ceremonia en la cual recibió el reconocimiento como La Mujer del Año 2022, lo cual enorgullece a toda nuestra Comunidad.

DISCURSO LA MUJER DEL AÑO 2022

SILVIA CHEREM S.

Diciembre 5, 2022. Museo de Antropología

Cuando hay que contar una historia y estamos entre amigos, Moy siempre aclara entre risas y certezas: «Quieres la historia larga, que la cuente Silvia; si quieres irte pronto, yo termino en dos palabras…». ¿Saben?, esta vez estuve a punto de hacer la historia corta porque, cuando me llamó Kena Moreno para decirme que me eligieron para ser la Mujer del Año 2022, un honor que jamás imaginé recibir, enmudecí y pensé que las palabras no brotarían.

Gracias Kena, gracias Patronato La Mujer del Año, me emociona enormemente ser galardonada, ser parte de la lista de grandes figuras que, rompiendo techos de cristal, desempeñándose con excelencia, han promovido la igualdad de las mujeres. Este reconocimiento me compromete aún más a seguir tendiendo puentes, a aprovechar cada minuto para dar a otros, a seguir aprendiendo cada día e inventar caminos para mejorar este breve espacio que nos une en el tiempo infinito que llamamos vida.

Ser la 62ava mujer que recibe esta emblemática distinción resulta simbólico. Yo cumpliré 62 años en unos meses, es decir que este premio que dignifica a la mujer, que la visibiliza, que premia a las que abrieron paso con valentía para el desarrollo profesional y académico de las siguientes generaciones, nació justamente cuando yo estaba en el vientre de mi mamá. Apenas ocho años antes de mi nacimiento, las mujeres tuvieron derecho a votar en elecciones en nuestro país, pero aún prevalecía la idea de que eran apéndices, propiedad de los hombres. La periodista Esperanza Brito, una de las feministas más aguerridas en

México, se preguntaba entonces con cinco hijos en su haber, si pasaría sus próximas cuatro décadas de vida pelando papas, doblando calcetines, peinando niñas e inventando guisos.

En mi caso, mis padres me estimularon a estudiar, pero la educación en casa era diametralmente distinta para mi hermano, por ser hombre. Se esperaba que yo estudiara mucho, para ser eventualmente una buena ama de casa, una esposa devota, sometida y sumisa, como prácticamente todas a mi alrededor.

Qué privilegio, Mamina, tenerte hoy aquí conmigo para celebrar juntas el cambio de arquetipos por el que yo tanto luché hasta volverlos locos a ti y a mi papá, cuando trataban de convertirme en «mujer de bien». Ese impulso por el que sigo guerreando para destruir estereotipos que minimizan a las mujeres, que las arrinconan y marginan como mercancía, que nos restan voz. Atrapadas en las redes de su tiempo, ustedes no se atrevieron a salir del ruedo, a cuestionar la doble moral dominante, quizá porque el miedo al qué dirán era más poderoso que cualquier ímpetu personal.

Mi papá, a quien tanto quise, huérfano de padre a los tres añitos, inteligentísimo y a quien la UNAM le cambió la perspectiva convirtiéndolo en el primer ingeniero civil de la comunidad, fue también hijo fiel de su tiempo. ¡Cómo me hacía rabiar cuando en broma, quizá en serio, decía: «Mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin»! —frase popularizada por Rosario Castellanos—, o esa rancia conseja de machos: «las mujeres como las escopetas deben estar cargaditas y en el rincón».

Me rebelé porque sólo así podía entender el sentido de estar viva. Desde la adolescencia temprana leí el Segundo sexo de Simone de Beauvoir y elegí mis batallas. Dos principalmente: levantar la voz en defensa de las mujeres y pronunciarme en contra del fanatismo, porque soy alérgica a quienes, desde cualquier púlpito: político o religioso, pregonan ser dueños de «la verdad». Muchos me han pedido que me calle argumentando que pongo «en riesgo demasiado», que «sin motivo» me meto en lo que no me importa,

pero sí me importa. Por una necesidad vital de dejar huella, por ese afán de ser congruente y comprometerme con mi tiempo y mis semejantes, he alineado mis días a los versos que cantaba con magistral maestría Mercedes Sosa: «que lo injusto no nos sea indiferente».

Así es que, Mamina, te pido perdón por las canas verdes que a ti y a mi papá les saqué contagiada de feminismo, contrariándolos con mi peculiar sentido de la justicia. Nadar a contracorriente ha valido la pena. Estoy segura de que mi papá estaría llorando de emoción aquí en la primera fila en este evento tan inesperado, porque él también fue entendiendo mis motivos, aplaudiendo mis pasos y transformando su manera de concebir la vida.

Algunas hijas del siglo XX, más aún las del XXI, hemos sido privilegiadas: hemos podido estudiar, trabajar en lo que nos gusta, florecer, levantar la voz y gozar de libertad sin tener que «pedir permiso», pero esta historia, aún en proceso, no ha terminado y, por supuesto, no ha sido miel sobre hojuelas.

Entre 1300 y 1850, centenas de miles de mujeres fueron quemadas en hogueras en distintos países porque, según se decía, «llevaban al demonio por dentro». Curanderas, consejeras o parteras fueron el chivo expiatorio de los inquisidores, fue fácil juzgarlas con el apelativo de «brujas», castigarlas por pensar, por ser capaces de curar y dar vida, sobre todo por poner en jaque el estatus quo de los poderosos —todos hombres—, que se tambaleaba entre guerras religiosas y verdades científicas producto del Renacimiento. Nuestra Sor Juana, «la peor», se cuestionaba por qué las mujeres teníamos que cargar con la condena de ser ignorantes.

Pobres, solteras y viudas, cualquier mujer pensante o valiente, era el perfecto chivo expiatorio del oscurantismo. De la misma ignorancia primitiva que hoy, en pleno siglo XXI, en «nombre de Dios» o apelando a usos y costumbres, persigue, hostiga e invisibiliza a las mujeres. Los ejemplos deberían de avergonzarnos: la mutilación genital femenina; el uso obligatorio de la burka —¡ay de la que no la lleve bien puesta, ay de la que se atreva a

mostrar un ápice de su rostro!, porque merece morir lapidada como le sucedió a Mahsa Amini—; niñas a las que no se les permite estudiar; niñas en los pueblos de México que son vendidas a sus futuros maridos antes de llegar a la adolescencia; arcaicas normas que en algunas comunidades impiden a las mujeres enterrar a sus muertos, dirigir instituciones o hablar en los sepelios, argumentando que la voz femenina seduce a los hombres y es capaz de despertar a los demonios; inclusive la ignominia que vivió Paola Schietekat, periodista mexicana violada en Qatar, condenada a cien latigazos y siete años de cárcel acusada de «tener una relación extramarital».

México también ha sumado páginas de rancio machismo a esta bochornosa historia. En el Código Civil de 1884 se estipulaba que las mujeres casadas eran «imbéciles por razones de su sexo» y, por tanto, tenían vedado realizar transacciones comerciales sin el permiso de su marido, una legislación que se mantuvo vigente hasta 1927. Las mujeres votaron hasta 1953... Y hoy, cuando aparentemente se van derrumbando algunas murallas en torno a la igualdad de género, vivimos en una ley de la selva que, con el discurso de abrazar delincuentes y no imponer justicia, deja un balance deprimente: once mujeres mueren a diario víctimas de feminicidios en nuestro país, una vergonzosa cifra que crece ante la indolencia, negligencia e inacción de las autoridades que se niegan a juzgar con perspectiva de género, y ante el pasmo nuestro, como sociedad, porque a golpe de escándalos mediáticos hemos ido normalizando esta deplorable situación. En las noticias de hoy nos enteramos de que, en Veracruz, quizá también en otros estados, plagian a mujeres embarazadas que enganchan por Facebook, para asesinarlas y robarles a sus bebés. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a tal grado de descomposición social? Paréntesis aparte, habría que añadir que somos uno de los países con más periodistas asesinados en este planeta.

Por miedo, conformismo o sumisión, hombres y mujeres a lo largo de generaciones han perpetuado valores injustos sin mayor cuestionamiento. Nos enseñaron que los reyes, los presidentes, los gobernadores, grandes médicos, empresarios, arquitectos, abogados,

artistas, periodistas o escritores eran hombres y que, a ellos, sólo a ellos, les debíamos que el mundo siguiera girando, porque como ha escrito Sara Sefchovich: lo heroico, lo artístico, lo ético y lo bello siempre se conjugaron en masculino.

Sin embargo, el feminismo, una de las mayores transformaciones sociales de todos los tiempos, ha sido la crítica más radical a la tradición del pensamiento occidental y a la estructura del poder en todos los ámbitos: político, económico, laboral e inclusive al interior de la familia. Como hijas privilegiadas de un tiempo nuevo, el feminismo nos ha brindado una visión de género, adueñarnos de nuestro cuerpo y pensamiento, sacudir inercias, poner todo en duda, proponiendo y adoptando nuevos caminos con la consigna de que no hay verdad única ni universal.

Siendo una niñita, llegué a ver a mi abuela Sara guardar en un cajón del clóset, ahí bajo sus calzones, su diploma de primer lugar del certamen literario del Día de las Madres que convocó la fábrica El Calcetín Eterno. Mi abuela no tuvo gran preparación, pero, de adolescente, escribió un acróstico y participó con él en aquel concurso. Como premio le tocó fotografiarse con su mamá en un estudio y le otorgaron ese reconocimiento que de mayorcita escondía. Quizá haberlo colgado en la pared de su casa hubiera sido una afrenta a su condición de esposa.

Esa era la tónica a mi alrededor, las mujeres vivían resignadas e insatisfechas, estoy segura de que mis abuelas, también mi mamá, hubieran sido otras si hubiesen podido estudiar y desarrollarse con libertad e independencia.

Como me exentaban de exámenes y tenía veranos largos, a los catorce o quince años comencé a trabajar en una agencia de viajes y tuve entonces contacto con mujeres diferentes que convertí en figuras tutelares. Richa Rubinstein, la dueña de Mundus Tours, había rescatado a su marido de una quiebra, y entrona, propositiva y con un liderazgo visionario, abrió camino para toda su familia. Rosita Presburger, que ahí laboraba, me

deslumbraba con su libertad, cultura y delicioso mundo; recién divorciada, tenía ella una rica vida intelectual que me compartía, especialmente las tertulias donde no faltaban Ernesto de la Peña y los refugiados españoles como León Felipe, que le dedicó a ella «Mi roto y viejo violín». Bastante mayores que mi propia mamá, ambas se convirtieron en mis amigas y mentoras, me enseñaban otras formas de conjugar la identidad femenina e incidieron en mí mucho más de lo que ellas pudieron haber imaginado.

Para mi suerte, Moy se atravesó en mi camino. Nos hicimos novios cuando yo tenía 17 años y es la persona más amorosa e íntegra con la que me he cruzado. Siempre le he dicho que me enamoré de él por sus valores, por ser generoso e inteligentísimo, un hombre que supo estimularme y comprender mis ansias de crecer. Como dice mi amiga Paloma, muy pronto en el camino él entendió que, para estar amorosamente atados, debíamos volar en libertad.

Nos casamos cuando iba yo en sexto semestre de Comunicación en la Anáhuac, hace más de cuarenta años. Me embaracé en séptimo —mi papá decía que le salvaba el honor por un mes—, di a luz a Salo en octavo, lo amamanté en las aulas universitarias durante noveno y décimo, y fui de las primeras de mi generación en recibirme, ya con dos niños: Salo y Pepe. Luego ingresé a una maestría en la Ibero con Raquel bebita y, fiel a mis implacables listas de pendientes, sacándole minutos a las horas, siempre encontré cómo trabajar en casa, de día y de noche, cerca de mis peques.

Por supuesto, hacía lo que podía, no siempre salía bien el acto de malabarismo en tres pistas. Al ser esposa, mamá y profesionista no faltaban las culpas y las continuas necesidades de enmendar. Crecer ha implicado sacrificios, jaloneos y omisiones, pero «el éxito», si realmente existe como tal, siempre ha sido para mí ese «equilibrio» con el que me comprometo a muerte con todo, con Moy, mis niños, la familia, mis pasiones, el trabajo y, por supuesto, mis amigos.

A diferencia de quienes dicen que para tener armonía familiar hay que dejar el trabajo y los problemas en la oficina, yo he hecho lo contrario: traje a casa, con deliberada intención, a casi todos mis entrevistados. Contagié de mi entusiasmo a Moy, a mis hijos, a mis papás y a los amigos que invitaba a casa a reuniones, comidas y tertulias con grandes personajes. Nuestra mesa ha sido espacio para la convivencia estrecha con amigos pintores, políticos, científicos, empresarios y periodistas: Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Juan Soriano, Leonora Carrington, Teodoro González de León, Roger von Gunten, Lorenzo Servitje, Gilberto Aceves Navarro, Arturo Rivera, Elena Poniatowska... y tantos más. Sergio Ramírez, Premio Cervantes y quien fuera líder intelectual del sandinismo —de aquella ideología que pretendía crear un mundo más humano y justo y que ahora se ha convertido en una tiranía despótica que ha exiliado a sus mejores hombres, como a Sergio— fue nuestro huésped en casa cuando le escribía su biografía.

He tenido la enorme fortuna de tener ese cuarto propio del que hablaba Virginia Woolf y de conocer a grandes personajes, varios Premios Nobel. El periodismo me ha permitido aprender, conocer y compartir, ser tenaz y probarme en cada proyecto. Abrir puertas, reinventarme. A Octavio Paz, por ejemplo, lo perseguí durante años mientras yo leía su obra y, finalmente, logré convencerlo con un frasco de higos en almíbar de mi tía Reina, recordándole la higuera de su casa, aquella en la que él se trepaba de niño soñando con ser Ulises o Simbad el Marino.

Mi tiempo con Shimon Peres me lo arrebató un periodista televisivo que decidió prolongar su entrevista y, con cara de frustración, explicando que llevaba noches preparándome sin dormir, argumentando que los diez minutos que tenían para mí eran insuficientes, le imploré que me recibiera de madrugada en su hotel y ese encuentro, sin prisa, de tres o cuatro horas, sirvió para que, en viajes subsecuentes, Moy y mis hijos pudieran acompañarme y escucharme entrevistar a ese gigante que fue Peres.

Amos Oz casi me volvió loca cuando me obligó a irme intempestivamente a Israel de un día para otro, porque si no, no me daba la entrevista, cuando Raque estaba a punto de dar a luz a las gemelas. A Julio Galán en Monterrey o a Daniel Barenboim en Chicago, los esperé días y madrugadas, buscando que soltaran una confesión. Moy con las maletas listas durante cuatro días en Chicago no podía entender que yo ahí siguiera, de concierto en concierto, y me amenazó con regresarse a casa sin mí. A Reyes Tamez, que decía que no tenía tiempo, lo entrevisté en el vuelo de ida y vuelta, catorce horas, a Santiago de Chile.

He hecho casi todo lo que he querido, inclusive en un loco atrevimiento estuve en los cuarteles de Yasir Arafat, a escasos días de su muerte. Granados Chapa, a quien quise y admiré, a quien agradecí que me permitiera hacerle una reveladora biografía, me contaba que Aníbal, uno de los más grandes estrategas militares de la historia, estadista cartaginés, tuvo siempre creatividad para buscar el rumbo. Cuando sus generales le decían que era imposible cruzar los Alpes sobre elefantes, él respondía con una frase que he hecho mía: «Si no encuentro el camino, lo haré yo mismo». Ese ha sido mi motor, si hay una puerta cerrada, sé que hay cien más esperando que yo intente abrirlas.

La pandemia fue un parteaguas para todos, pero para mí, por suerte, en el mejor de los sentidos. El International Women´s Forum que tuve el enorme privilegio de presidir en ese momento de enorme incertidumbre, fue una escuela, un espacio que me permitió reconocer capacidades que yo no sabía que tenía. Ahí encontré a amigas que admiro enormemente y que han sido ejemplo e inspiración para transformar cultural y socialmente la visión de hombres y mujeres, para luchar de manera creativa por un entorno de equidad y con visión de género teniendo en la mira el desarrollo de sociedades más amables, seguras y prósperas.

A este respecto aún hay muchos pendientes y tenemos que seguir derribando barreras. Nuestra lucha, evidentemente, no es una conspiración contra los hombres, sino un esfuerzo para trabajar juntos, de la mano, a fin de emparejar el piso y crear un mejor mundo, más

equitativo y de personas más felices, porque sabemos que cuando las familias son espacios de igualdad y justicia, las economías y las sociedades progresan. Basta ver las conclusiones del informe reciente de ONU Mujeres para corroborarlo.

Por ello, debemos de comenzar desde casa, porque no podemos seguir «olvidando» a la mitad de la humanidad. De hecho, el 79% del trabajo sin paga lo hacemos las mujeres y a nivel global las mujeres realizamos tres veces más trabajos sin remuneración que los hombres. Aún hoy, en gran parte de los hogares, a las niñas se les enseña a recoger los platos, y a los hombres, no. El paradigma debe cambiar. Las naciones que asumen políticas con una perspectiva de género constatan que la productividad crece, no disminuye. Es decir que si le damos la vuelta, todos ganamos: familias, empresas y sociedad.

Como escribió Griselda Álvarez, quien en 1979 fue la primera gobernadora estatal en México de su natal Colima: Nacer mujer es un inmenso reto. Llegamos en pecado concebido, mientras el hombre nace en un manto de respeto. Nos dan sencillo, pero nos exigen doble. Buscamos ser sujetos, no objetos y, a fuerza de golpes, nos volvemos feministas.

Agradezco nuevamente el privilegio de este enorme reconocimiento.

Agradezco a mis papás, el Ing. José Cherem y a ti Mamina, porque me dieron la vida, me abrazaron y me enseñaron a andar.

Agradezco a Moy, porque te amo, porque has sido el mejor cómplice, mucho más grande y generoso que lo que yo hubiera soñado.

A mis hijos: Salo, Pepe y Raquel, mi adoración absoluta; a sus parejas: Jony y Dorit, una dicha total en nuestro camino.

A nuestros nietos: Silvia, Moy, Nicole, Giselle, Andrés, Moisés, Silvia y Vivian —la del pelo de circulitos como yo— porque estoy dispuesta a parar al mundo, para estar con ustedes.

A mis hermanos Sary y David, a sus parejas e hijos.

A mis profesores que me formaron y a quienes, sin saberlo, marcaron mi camino.

Me hubiera fascinado que aquí, con mi papá, estuviera mi suegro, Salomón Shabot El Chapo, a quien adoré. Agradezco a mi suegra, cuñados, primos, sobrinos y consuegros, parte sustancial de mi historia.

A mis queridos editores en Reforma y en Random, mi enorme privilegio.

A mis entrevistados y colaboradores, porque conforman mi ser (por aquí están: Chava, Karen, Laura, Fritz, protagonista de Ese Instante; Roger von Gunten, que a sus 90 años sigue creando y algunos otros artistas...).

A tantos amigos que me han permitido aprender de ellos: los del Hamilton, los del CDI donde comencé mis pininos en el periodismo, los de la Anáhuac, los de la Ibero, las Amigas del Libro, los de Bet Hayladim, los del Ipade, las Hijas de la Pandemia, mis colegas periodistas, los amigos de mis hijos. También mis lectores, mis alumnos queridos y todos con quienes he tenido el privilegio de coincidir, de sumar visiones de mundo en este bendito trayecto de vida.

Kehila Ashkenazi, A.C. Todos los derechos reservados.
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