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Historias de los judíos de Monterrey

Pesaj… y el queso crema

En casa de la Bobe Rivke y el Zeide Jaim, la preparación para Pésaj siempre era un espectáculo digno de Broadway… obviamente sin ensayos previos. La cocina se convertía en zona de guerra, los nietos corrían en la cocina y el zeide supervisaba desde su sillón con la solemnidad de un rabino medieval. Este año, sin embargo, la confusión alcanzó nuevas alturas.

A pocos días del Seder, el pánico se apoderó de todos: la carnicería estaba colapsada, parecía haber sido saqueada por una horda de hambrientos, y los productos prometidos estaban en un limbo entre "en camino" y "nadie sabe dónde". La bobe, con su delantal de batalla, ya había declarado estado de emergencia.

Las conversaciones en la casa eran un eco de, tal vez, de otras muchas familias de la comunidad.

—¿Cómo vamos a desayunar si no llegó el queso crema? —se lamentó la cuñada, con la angustia de quien enfrenta un éxodo sin provisiones esenciales.

—¡Un Pésaj sin queso crema no es Pésaj! Y tampoco me llegó el pedido completo de matzá. ¿Qué les voy a dar a mis yernos? ¿Huevos y más huevos?

—Por favor… —dijo su esposo, con la paciencia de un profeta cansado—. No he comido queso crema en todo el año, no nos vamos a morir por no tenerlo este Pésaj. Ok, ok… cálmate, si de verdad es una tragedia bíblica, se lo pido a mi hermana, que me lo mande desde la Ciudad de México. Pero, por favor, relájate. Todo tiene arreglo.

—¿Todo? ¿Un Pésaj sin queso crema tiene remedio? ¡Dime tú!

Y así, mientras la familia debatía sobre el apocalipsis lácteo, la bobe suspiró secándose las manos en su delantal y mirando al techo en busca de paciencia mientras que en su mente, emprendió un viaje por el tiempo…

Recordó que su madre, cuando ella era todavía muy pequeña, le contaba de los primeros inmigrantes ashkenazíes que habían llegado a Monterrey en los años 30. En aquel entonces no había queso crema, ni matzá lista para comprarse, ni siquiera una carnicería kosher. En esos días, si querías matzá, la hacías con tus propias manos; si querías carne, le rogabas al shoijet que te la preparara como Dios manda. Nada venía en cajitas bonitas ni con sellos aprobados.

—¿Y nosotros aquí llorando por un queso crema? —murmuró para sí misma.

Recordó la historia que su madre adoraba contar; “El cómo las uvas se convertían en vino” igual que Ds convirtió en sangre el agua del mar.

Relataba que todo daba inicio en la víspera de Pésaj en Monterrey, que las mujeres se ponían de pie en el patio, mirando las uvas que le habían traído desde el Mercado Juárez. No eran como las uvas de Polonia, grandes, jugosas, llenas de dulzura. Las uvas mexicanas eran más pequeñas, a veces un poco más amargas, y con una piel gruesa que resultaba extraña. Pero ahí estaban, esperando a ser convertidas en vino, tal como dictaban las tradiciones.

Su madre le contaba que, si algo habían aprendido las mujeres en sus años en Polonia, era que en la vida siempre hay que hacer lo que se pueda con lo que hay.

En este siglo XXI, viendo a toda su familia sentada alrededor de su mesa, Rivka pensó que que los ingredientes no iban a cambiar lo escencial; todo aquello que le conectaban con sus raíces, con la tradición. Cualquier cosa, vino, matzah o lo que fuese, pero hecho con el corazón y la determinación de aquellos que habían cruzado el océano para buscar una vida mejor, siempre sería lo mejor, representaban todo lo que habían vivido, toda la lucha y toda la alegría de estar allí, en Monterrey, en esa nueva tierra.

—“¡L'Chaim! A nuestra salud y a nuestra familia, que lo importante es estar juntos, ¡y esto, es lo que hay!”

La Comunidad Judía de Monterrey invita cordialmente a conmemorar un siglo de presencia, legado y unión.

 

A todos aquellos que han formado parte de nuestra comunidad, que han vivido en Monterrey y que, de una u otra manera, siguen siendo parte de esta historia, les pedimos que nos ayuden a enriquecer este festejo.

Comparte con nosotros recuerdos, fotos, anécdotas y todo lo que tengas, para seguir construyendo nuestra memoria.

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