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Otro frente de guerra: el mediático, el del odio

Por Silvia Cherem S.

La máxima en el periodismo siempre ha sido jamás publicar algo sin corroborar las fuentes. El propio Darío Restrepo, decano de la ética periodística y cercano a Gabriel García Márquez, defendía el periodismo de excelencia “con una visión moral”, es decir con el férreo compromiso de resguardar la palabra publicada con empatía y verdad. Decía que había que ensuciarse los zapatos, reportar con rigor desde el lugar de los hechos y cuidarnos de no publicar notas amarillistas porque éstas siempre impactan la vida de las personas. Porque la palabra escrita siempre afecta a la sociedad. Sellaba su credo con un principio: un buen periodista tiene que ser primero “un hombre bueno”.

En el contexto actual de descalificaciones, prejuicios y preconcepciones con respecto al Medio Oriente, frente a una realidad tan compleja, es necesario apelar a ese hombre comprometido y “bueno”, a fin de ejercer el oficio de periodista con verdad y sentido moral. Es decir: verificar las fuentes, reportar desde el lugar de los hechos (hoy cualquier mentira se difunde y se convierte en verdad); analizar el origen de la información, quién dice qué y a quién debe uno creerle (Hamás y los grupos terroristas han sido expertos en promover Fake News); comprometerse con los distintos ángulos del plano histórico y global y, si uno publica algo errado (como ha sucedido con el supuesto ataque de Israel a un hospital en Gaza), es necesario asumir la falta, corregir con sentido moral y mayor vehemencia para evitar contribuir al polvorín del odio.

A ese “hombre bueno”, a esos “hombres buenos” —una centena de periodistas extranjeros que cubren el Medio Oriente y que durante décadas han buscado poner “las dos caras de la moneda”—, el gobierno israelí los convocó hace unos días en la sala de proyección de la base militar de Glilot, a fin de mostrarles 43 minutos 44 segundos, una eternidad de escenas empapadas en sangre, una selección de los cientos de horas filmadas por las cámaras de los propios terroristas encontradas en sus cuerpos abatidos, en los teléfonos móviles de las víctimas y de los rescatistas, en las redes sociales, en las cámaras de los autos y en las de videovigilancia privada de los kibutzim, escenas que Israel no ha querido hacer públicas para evitar normalizarlas. Para no hacer “pornografía de la maldad”.

Muchos de estos periodistas son quienes alarmados por la guerra han juzgado a Israel, han exigido ayuda humanitaria para Gaza y han demandado una “respuesta proporcionada”. Son quienes, en el afán de “dar contexto”, suelen equiparar el nivel de muertos de un lado y del otro, proyectando una lectura del “opresor” y del “oprimido, dejando un mensaje confuso o sesgado de quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios.

Los invitaron a mirar y a juzgar. A comprender en silencio. Los obligaron a dejar sus celulares afuera de la sala para que no se filtrara una sola imagen a las redes y pudieran sopesar la pesadilla que ha vivido la sociedad israelí en las últimas semanas, víctima de atrocidades sin nombre. Algunos de ellos, al ponerse “del lado de los palestinos”, lo políticamente correcto durante años, no sólo han puesto el dedo acusador en Israel, también han perjudicado al propio pueblo palestino porque Hamás lo oprime, le niega el derecho a la vida.

La mayoría de los periodistas salió con la mirada ausente, con una palidez nauseabunda. Algunos quizá reconocerán que, con su manera de reportar queriendo “ser justos” con ambas partes, han contribuido a validar el discurso de los terroristas promoviendo mentiras por años, sirviendo a causas equivocadas, resucitando, sin quererlo, al monstruo de las mil cabezas del antisemitismo.

Es paradójico, un sanguinario pogromo que debió haber generado la solidaridad del mundo, ha sido la chispa para propagar el odio contra el judío. Fue el permiso, el banderazo de salida para que los “militantes pro-palestinos” se animaran a resurgir con la consigna de “matar judíos”, mostrando que su propaganda “antisionista” no ha sido más que una forma disfrazada de antisemitismo.

Quizá es tiempo de detenernos, de explicar más a fondo. De ponderar y diferenciar lo que está bien de lo que está mal, separar lo que es criminal e inhumano de lo ético y decente. De desglosar lo sucedido. A partir del 7 de octubre, parte del mundo occidental se conmocionó con los primeros reportes de lo acontecido, con el salvajismo sin límite. ¿Cómo había sido posible tal nivel de crueldad? Con las escenas que los terroristas mismos grabaron —la barbarie absoluta: cuerpos mutilados o calcinados por doquier, bebés degollados, mujeres violadas, el pánico en el rostro de tantísimos secuestrados, la mirada huérfana de niños pequeñitos que fueron arrancados de la vida, tantísima sangre, fuego, violencia y muerte—, Hamás buscó aterrorizar, ganar la guerra mediática y recuperar visibilidad en la agenda internacional.

Su intención era terminar con los acuerdos de paz entre el mundo árabe e Israel, especialmente con el convenio con Arabia Saudita que estaba por firmarse. Creyeron que, con el muy manoseado recurso de victimizarse y de provocar terror, como lo logró la OLP en la década de 1970 secuestrando vuelos en Europa u Oriente Medio, asesinando deportistas en la Olimpiada de Múnich o generando miedo, volverían a participar con un rol protagónico en la orquesta de las naciones.

El objetivo era dejar maniatado a Israel, humillarlo, provocar una reacción virulenta con la que fuera condenado. Es de ilusos creer que Hamás pretende un acuerdo de paz o que su lucha es por la reivindicación nacional. Desde su manifiesto fundamental niega a Israel el derecho a existir y proclama la muerte de todos los judíos, pero lanzó su anzuelo sabiendo que el mundo suele caer, que “la causa palestina” tiene su lugar en la narrativa de las izquierdas, que el odio y los prejuicios frente al judío proliferan, que los reporteros, deseosos de ser objetivos, mostrarían “las dos caras” del problema queriendo “explicar”, poniéndose del lado del-pobre-niño-palestino-con-piedras-en-la-mano, inclinando la balanza moral al contraponer a “víctima” y “victimario”.

De cara a la masacre a Israel no le ha quedado de otra que luchar por su supervivencia. Sí, es una lucha para sobrevivir como nación y como pueblo, una tragedia que jamás hubiera ocurrido si el gobierno populista de Netanyahu no hubiera distraído recursos para salvar su pellejo intentando minar al aparato de justicia, si no hubiera polarizado a la sociedad, si no hubiera debilitado al aparato de inteligencia.

La lucha de Israel ha sido para asesinar a los comandantes de Hamás y para destruir a la organización terrorista que, se sabe, se oculta debajo de escuelas y hospitales. Roni Kaplan, portavoz del ejército israelí, hace unos días mostraba a los medios material de inteligencia que revela que el cuartel general de Hamás se encuentra bajo el hospital Al Shifa, el centro de salud más grande e importante de Gaza. Con recursos tecnológicos Kaplan exhibió la ubicación precisa del centro de operaciones de Hamás y el almacén de armas y municiones, ambos ubicados encima de 1500 camas de ese hospital en el que laboran 4000 empleados; información que, además, fue corroborada con los testimonios de yihadistas capturados por Israel. Mostró también que la electricidad que se exige que Israel dé a Gaza, se desvía para preservar esta red de terror, para iluminar un laberinto de túneles, una telaraña bajo la ciudad que se cree que consta de 500 kilómetros con 1300 estrechísimos canales.

La cubierta es perfecta. Hamás está acostumbrado a sacrificar a la población civil. No así Israel, que en 2011 intercambió con Hamás la vida de ¡un solo soldado judío!, Gilad Shalit secuestrado durante cinco años, por 422 presos palestinos. Ahí la razón por la que ahora tengan secuestrados a 229 personas, israelíes y de otras nacionalidades, entre ellos treinta pequeñitos, bebés que aún tomaban leche materna y a quienes llaman “rehenes de guerra”.

A diferencia de los yihadistas, Israel no se regodea con la muerte. Se enseña a los niños a apelar a la vida, a crecer y salir de las tragedias, como lo ha hecho el pueblo judío a lo largo de su historia. Hamás, por el contrario, adoctrina a los niños, les enseña a matar y morir, a los adolescentes les prometen cien vírgenes en el cielo por auto inmolarse. El recurso del fanatismo ha resultado jugosamente útil, porque, entre más víctimas, más apoyo mediático y más dinero que les da Occidente, recursos que se calculan en más de un billón de dólares.

Antes de hacer una incursión terrestre para acabar con los líderes de Hamás y liquidar la red del terror, el ejército de Israel les ha pedido a los palestinos dejar sus casas. No quiere matar inocentes. Les hacen llamadas a sus celulares, sueltan panfletos desde el aire, hacen anuncios con megáfonos para que migren —como también han migrado todos los sobrevivientes israelíes del sur de Israel, víctimas de la incursión de Hamás el 7 de octubre. Sin embargo, Israel no ha logrado su cometido porque los líderes terroristas bloquean la carretera y acusan de traidores a quienes osan partir. Hamás quiere sangre. Busca la nota victimizándose. Desea más muertos para contabilizarlos. Y sigue lanzando misiles sobre territorio israelí porque, para eso, sí sigue teniendo recursos.

Con los millones de Qatar, Irán y también de Occidente, Hamás, que gobierna Gaza desde 2007, ha creado esta infraestructura criminal de túneles, armas, misiles y adoctrinamiento, sin que ni un quinto de ese dinero haya sido para crear un Estado o dar bienestar a su gente. De hecho, cuando en 2005 Israel se retiró de Gaza, Ariel Sharon obligó a ocho mil familias judías a salir de la zona y dejó en pie hogares, infraestructura urbana, invernaderos y campos agrícolas que Hamás se encargó de incendiar.

La brutal masacre del 7 de octubre fue un búmeran porque fueron demasiado lejos rompiendo códigos de moralidad, y no provocaron la simpatía que esperaban. Al constatarlo, Hamás, maestro de la propaganda, buscó un nuevo golpe bajo. Lanzó el anzuelo y Occidente se lo tragó a cucharadas.

El 17 de octubre, Al Jazeera y otros medios afines al mundo árabe anunciaron que Israel atacó el Hospital Bautista Al Ahli de Gaza y la noticia no tardó en dar la vuelta al mundo. Se dijo que quinientas personas habían muerto. Las declaraciones, sin imágenes, corrieron como espuma. Había clara intención de equiparar, de restregar que había niños heridos, igualando la información con la de los pequeñitos que Hamás asesinó o que mantiene secuestrados hace más de tres semanas.

De inmediato salieron líderes de todo el mundo a condenar “la barbarie del Estado de Israel”, su “sed de sangre”, su “apetito de venganza”. Los líderes de Irán y Turquía lo calificaron de “genocidio”. Esa misma noche se canceló el encuentro que Joe Biden iba a tener con Mahmud Abbas, el líder de la Autoridad Palestina en Cisjordania. ¿Quién, que realmente quisiera alcanzar acuerdos de paz, le dice que no al presidente de Estados Unidos? Biden aún no aterrizaba en la zona y su agenda ya se había malogrado.

Israel se paralizó. Desgarrada su sociedad entre sangre y cenizas, en un parteaguas de su existencia con una sociedad traumatizada, con kibutzim casi fantasmas, con espectros de vida y huérfanos por doquier, con decenas de miles de desplazados sin techo, con el dolor de enterrar cientos de cuerpos a diario, algunos irreconocibles, con un número creciente de heridos en terapias intensivas, en cada ciudad fotos de los 229 secuestrados, las familias desgarradas con muertos, desaparecidos e hijos en el frente, una vez más era atacado: ahora mediáticamente, sembrando mentiras incendiarias.

Debía buscar pruebas pronto para mostrar que no lanzó ninguna ofensiva, que Israel no pretende matar civiles, que desea vivir en paz con el mundo árabe circundante. Vivir y dejar vivir. Sin embargo, el mazazo de la información fue seco y a la cara. Se cambió la narrativa. En el mundo árabe se comenzó a hablar del “crimen del siglo contra mujeres, niños, ancianos, pacientes y personal médico por parte de Israel”. De una de las “mayores atrocidades presenciadas en la era moderna”. En la competencia de quién es más víctima, porque los terroristas tienen doctorado en ello, se ganaron el trofeo de la opinión pública denunciando, inclusive, que había “niños fragmentados”. Ahora eran los de ellos.

En las calles de Estados Unidos y en las de otras naciones, también en México, salieron hordas enardecidas a manifestarse “por Palestina”, sin la menor empatía por Israel que acababa de ser víctima de un brutal acto de terrorismo. No hubo compasión. En esas marchas, supuestamente de izquierda, de “defensores de derechos humanos”, había cientos de mujeres y de miembros de la comunidad LGBT que cerraron el ojo a los secuestros de niños o a las violaciones masivas de jovencitas israelíes, sin percatarse de que —por ser mujer, o por ser gay— ellos hubieran sido igualmente aplastados en esas naciones teocráticas.

Ellos tan liberales, tan humanistas, sirven al juego que no tiene otra pretensión que erradicar la presencia de Israel, a quien ya llaman “ocupante”. Quizá no saben que basta rascar las piedras, escarbar en cualquier sitio del Medio Oriente para encontrar 3000 años de historia de vida judía continua, de un pasado milenario, profundo y obstinado. No saben, o no quieren saber que, en sus 75 años de existencia como Estado moderno, Israel ha hecho florecer el suelo estéril, el desierto sin agua en sus kibutzim, que no son más que cooperativas agrícolas y sociales sin parangón en el mundo, y que ahora han cobrado notoriedad por la saña y la crueldad de los terroristas.

La izquierda se compró que se trata de David contra Goliat, el credo que asumió desde la década de 1970, durante la Guerra Fría, cuando la Organización para la Liberación Palestina obtuvo el apoyo de la URSS y de las naciones No Alineadas. El mundo “liberal” incorporó la reivindicación nacional de Palestina a su agenda, una consigna que, medio siglo después, sigue en su ideario. Nadie parece recordar que en ese 1970 Jordania expulsó de su territorio a los palestinos y masacró, en lo que se conoce como “Septiembre Negro”, a decenas de miles de ellos por considerarlos terroristas que amenazaban su reino.

Tras las declaraciones del “bombardeo israelí del hospital de Gaza”, Israel, Estados Unidos y otros países democráticos del mundo Occidental, realizaron una investigación seria con respecto a qué sucedió. La conclusión fue contundente: no fue Israel, fue un misil de los miles que lanzan desde Gaza, esta vez de la Jihad Islámica, otro grupo terrorista. No tuvo la fuerza suficiente y, como muchos, cayó en su propio territorio. Además, y esto fue aún más grave, constataron que no se destruyó ningún hospital, sólo se creó un boquete en el estacionamiento del mismo. Sí hubo muertos inocentes, pero no quinientos como se reportaron, quizá la cuarta o quinta parte de ellos.

Hamás mintió, pero el mazazo de la información cayó en blandito: la nueva narrativa de demonización de Israel permeó como salitre en las conciencias del mundo. Se canceló la razón. De un plumazo Hamás se purificó, se volvió fuente confiable y su voz pesó más que la de Israel, una democracia con Estado de derecho y libertades civiles. Peor aún, muy pocos medios reportaron que había sido un error lo que publicaron. Latinus sí lo hizo, pero fue varios días después cuando el garrotazo propagandístico ya se había apoderado del relato y resultaba imposible contrarrestarlo.

Al Jazeera, medio de comunicación financiado por Qatar, que se ha hecho pasar en el mundo Occidental como un medio “objetivo y confiable”, se sumó a la maquinación. En sus noticieros en inglés, francés y otros idiomas, por supuesto también en árabe, porque es la voz autorizada en el mundo árabe e islámico, no reportó lo que hizo Hamás el 7 de octubre en Israel, pero sí repitió hasta el cansancio el supuesto “ataque israelí al hospital de Gaza”. Al Jazeera miente y sus falacias se han repetido incansablemente en otros medios que buscan “mostrar las dos caras de la moneda”. Una y otra vez se ha dicho ahí que Hamás el 7 de octubre “no mató” a civiles israelíes. “Ni a uno sólo —dijo Bassem Niam, jefe de Relaciones Internacionales de Hamás—. No violamos, no quemamos bebés, no secuestramos niños ni ancianos. Así no actuamos nosotros”.

Quien no ha visto las escenas, quien no quiere escuchar, puede seguirle creyéndole a estos líderes que niegan la masacre del 7 de octubre, tal como niegan el Holocausto. Hamás y Al Jazeera, ambos financiados por Qatar, manipulan la información y no obstante ello, tienen eco en CNN, BBC y otras agencias del mundo que repiten sus patrañas.

Mahomoud Al- Zahar, cofundador de Hamás, ha dicho en los micrófonos de Al Jazeera que ni un sólo cohete lanzado a Israel ha provenido de áreas civiles, que es una falacia lo que dice Israel de los escudos humanos y que no almacenan armas ni lanzan cohetes desde escuelas u hospitales. Es lógico que Al Jazeera diga lo que le conviene, lo curioso es que Occidente replique sus notas sin mayor cuestionamiento. El símil de esto hubiera sido ofrecer los micrófonos a los líderes de Al Qaeda tras el ataque a las Torres Gemelas; o en nuestro país, escuchar a algún feminicida tras destripar a su víctima o a un narcotraficante tras colgar cabezas decapitadas.

Por eso apelo a los “periodistas buenos” de los que hablaba Restrepo, porque con respecto a lo sucedido en Israel no hay justificaciones y parece haber un doble rasero.

Sembrada la duda del ataque israelí al hospital de Gaza, el 20 de octubre Hamás publicó un documento oficial en todas las mezquitas palestinas para continuar con el lavado de cerebros. Escrito en árabe, la organización terrorista instó, “en el nombre de Alá”, a no rendirse hasta “derrotar la ocupación”, es decir, a la eliminación total de Israel. La justificación es que esa tierra “es parte integral de su creencia islámica”: “Permaneceremos hasta que Alá, el Poderoso y Majestuoso, permita la victoria…” Además, citando a Sahih Muslim, una de las seis compilaciones canónicas de relatos de Mahoma, señala el edicto: “No llegará la hora hasta que los musulmanes combatan a los judíos y los maten, y hasta que la piedra o el árbol digan: ¡Oh, musulmán! Detrás de mí hay un judío, ve y mátalo”.

La noticia del supuesto ataque al hospital y las provocaciones en el sermón, han generado manifestaciones en gran parte del mundo, sobre todo en los países árabes donde quemaron banderas de Israel gritando Alahu Akbar, Dios es grande. Ayer mismo en Dagastán (parte de Rusia) trataron de linchar a los pasajeros israelíes que llegaban, y en el mundo Occidental, las izquierdas —usted perdone, tontos útiles ideologizados— se han sumado a las proclamas de “Palestina libre”, un slogan añejo que repiten con una rancia mezcla de consignas anti coloniales, anti-imperialistas y en el afán de reivindicar a las culturas nativas. En realidad, un disfraz del odio antijudío.

En aras de “defender la libertad de expresión”, Occidente ha caído en la trampa. Ha incubado en sus sociedades libres al huevo de la serpiente alimentando el discurso de la propaganda. Sólo Francia y Alemania, que saben a dónde conduce el odio, prohibieron las manifestaciones en las calles de sus ciudades. No así en Estados Unidos y Latinoamérica, donde la supuesta izquierda, junto con grupos supremacistas, han tomado las calles para repetir frases de odio.

Resulta paradójico que las mentes ilustradas no siempre sean críticas o independientes, no siempre sean personas buenas que tienen el valor de levantar la voz. Alemania era el lugar más ilustrado del mundo en la primera mitad de siglo XX y concibió y perpetró el Holocausto judío, del cual hoy se avergüenza. En las universidades, que deberían de ser la cuna del liberalismo, del pensamiento y la democracia, prolifera el adoctrinamiento ideológico por parte de fanáticos del mundo árabe extremista que, con la libertad que no podrían ejercer en las teocracias de las que provienen, sacan raja de los valores de Occidente.

Así, con consignas mal informadas que se repiten, con prejuicios ancestrales y, sobre todo, con la supuesta convicción de que la libertad de expresión lo aguanta todo, se promueve el odio contra el judío y contra Israel, como ha sucedido en las universidades más prestigiadas en Estados Unidos (Harvard, Stanford, NYU, Columbia, Cornell, UCLA…), donde se proclama la muerte de profesores y estudiantes judíos, sin que ninguna autoridad educativa los detenga. En pleno siglo XXI, peligran sus vidas por la actitud dubitativa de directivos que se muerden la lengua para pronunciarse abierta y francamente contra el terrorismo.

Occidente parece no querer abrir los ojos. Ni siquiera porque Israel es una nación incluyente y democrática, una Start Up Nation, como la nombran, con una producción de decenas de miles de patentes e innovaciones basadas en avances científicos, médicos, nanotecnológicos y agrícolas, que benefician al mundo. Shimon Peres —quien ocupó el dinero del Nobel para implementar proyectos de paz con los palestinos—, me dijo en las varias ocasiones en las que lo entrevisté, que uno de los grandes “milagros judíos” era compensar la pobreza del territorio israelí, tierra árida sin ningún recurso, con la ilimitada capacidad para pensar, cuestionarse, crear y desarrollar la mente humana hasta lo inimaginable.

Y así ha sido: el Waze, el USB de las computadoras, la minúscula cámara para hacer endoscopías o cirugías no invasivas, el riego por goteo que permitió cultivar el desierto, los paneles solares para tener energías limpias, la tecnología para potabilizar el agua salina o para producir agua de la humedad del aire, ¡hasta el jitomate cherry!, son un puñado de las incontables innovaciones israelíes con las que, en sus 75 años de existencia como Estado, ha sorprendido y transformado la vida humana.

En Israel, rodeado por una abrumadora mayoría de teocracias islamistas, hay una democracia que no se pliega a jerarquías ni es condescendiente con los poderosos. De hecho, durante cuarenta semanas antes de este horrendo ataque, un millón de ciudadanos salieron a manifestarse a las calles de Jerusalem, Haifa y Tel Aviv, en todos los poblados desde Rosh Hanikrá en el Norte hasta los kibutzim que colindan con Gaza, para criticar a Netanyahu por populista, por polarizar a la sociedad, por minar a las instituciones, por querer llevar a cabo una reforma judicial que, se decía, atentaría contra los valores de la democracia.

¿Dónde estará ese “hombre bueno”, me pregunto, mientras la radicalización crece y el discurso del odio prolifera? Mientras los prejuicios aumentan y se ideologiza la realidad. Andando en la vulnerabilidad de las tinieblas, de frente a un vacío moral, a una podredumbre intelectual, nadie parece tener ninguna gana de deslindar lo correcto de lo incorrecto. Lo moral de lo inmoral. Pareciera como si se hubiera resquebrajado el terreno de la razón.

Hoy, cuando en el mundo de la información se banaliza el mal, se falsea y manipula la realidad, se justifica al monstruo de las mentiras, una gran parte del mundo quiere seguir navegando en el infierno de la “neutralidad”. Quizá por miedo, quizá por complicidad.

Repetidas en los medios occidentales he visto fotos de las mismas mujeres manifestándose en las marchas antijudías en Palestina, y luego como madres plañideras entre niños polvorientos de Gaza. Pareciera teatral, como si hubiera la intención de montar una puesta en escena para manipular…

De esto ya he escrito, porque me consta. Porque estuve en la Mukata de Arafat en Cisjordania en 2004, a unos días de su deceso (fui con Agustín Remesal, el corresponsal de la agencia EFE), y constaté como en ese cuartel amurallado había un escenario para los medios, una montaña de ocho metros de altura y cien de largo de ruinas y escombros, un inaudito deshuesadero con varillas retorcidas y trozos de concreto derruidos, carrocerías de tanques aplastados y coches oxidados con las llantas al cielo, un montaje perfectamente calculado para exhibir todo el sufrimiento que “los israelíes les han perpetrado a los palestinos”. Para dictar entrevistas. Para preservar el martirologio con el que Arafat arrastró los días y los años de su pueblo.

Lo destaco porque a diferencia, los israelíes, al día siguiente de un bombazo yihadista en una pizzería, café, discoteca o centro comercial, reconstruyen los sitios explotados para volver a funcionar y “olvidar” cuanto antes los rastros de muerte. En ese otro lado, en el cuartel general de Arafat, había un montaje permanente colmado de sufrimiento, una escenografía para lo medios y para su propia gente encaminada a transmitir la sensación de ser un pueblo mártir, “indefenso y víctima”, sumido en la orfandad. (Me colé al interior de la casa, atrás, muy atrás, me sacaron, pero constaté el lujo y los Mercedes Benz que no eran para las cámaras).

¿Cuál es la verdad? Einat Kranz Neiger, la embajadora de Israel en México, recordó al griego Esquilo, quien decía que, en la guerra, la primera víctima es la Verdad. Y eso parece, porque al final cada quien cree lo que quiere creer.

Mientras, con la exigencia de “imparcialidad” —con el acento del dinero y el poder del mundo árabe—, se sigue exigiendo a Israel que no se defienda, que haga un inmediato cese al fuego. Sorprende que Antonio Guterrez, secretario general de las Naciones Unidas, y otros “humanistas” que esto sostienen, son tibios al exigir la inmediata liberación de los secuestrados en Gaza y no pronuncian una palabra para condenar el terrorismo. Duelen las víctimas inocentes de ambos lados, claro que duelen, pero pareciera que no hay equidad en los criterios morales con respecto a esta guerra.

Por otro lado, a medida que Israel hace incursiones para asesinar a los cabecillas y a un buen número de los veinte mil yihadistas que son miembros de la Brigada de Al-Qassam, se siguen comparando las cifras de muertos en los noticieros de Occidente como si se tratara de un partido de fútbol. Como si, al “ganar” Palestina en número de muertos, fuera el bueno de esta tragedia. Como si pesaran igual las muertes de los terroristas que las de los civiles.

Se sigue queriendo borrar, sin la menor compasión, cómo comenzó esta página negra, este parteaguas que Israel no provocó y que el pueblo judío, quizá también Occidente, no podrá olvidar. A muy pocos parece realmente interesarles el sufrimiento de dos pueblos que no merecen el destino del adoctrinamiento, la perversidad y las guerras fratricidas que los condenan.

Bernard Henri Levi se pregunta dónde han estado los defensores de los derechos humanos que hoy se desgañitan por defender a Palestina y que han ignorado a los millones de árabes asesinados por árabes: los palestinos torturados y masacrados por Hamás;  los 380 mil civiles en la guerra de Yemen; los 400 mil sirios gaseados en Damasco; las mujeres afganas encarceladas por el Talibán; las víctimas de Gadafi en Libia, las de Putin en Chechenia, los 100 mil musulmanes de Bosnia masacrados por soldados serbios…

Dice él, y es desconsolador, que en el fondo los muertos les dan igual, que el relativismo cultural los tiene atrapados entre dos fuegos y que sólo se conmueven por las muertes que les permiten gritar: “Israel genocida”, “Sionismo es racismo”, o lo que es lo mismo, “Muerte a los judíos”. Manipulados por maestros de la desinformación siembran el caos aderezando su ignorancia con fanatismo. Señala él que el antisemitismo era “el socialismo de los imbéciles” y que hoy el Hamasismo reproduce la misma imbecilidad criminal, buscando la muerte de judíos.

Consuela ver al pueblo judío más solidario y unido que nunca, luchando a mano partida por sobrevivir, a pesar del doble rasero del mundo. Consuela pensar que, ahí afuera, aún hay “hombres buenos” que nos abrazan, que saben lo que es correcto y moral, y que se pronuncian en consecuencia...

Kehila Ashkenazi, A.C. Todos los derechos reservados.
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