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Palabras de Margo Glantz en la inauguración de la exposición Traducir la piel, poetas idish le hablan a México, que la Kehilá en conjunto con el Museo Franz Mayer presenta hasta el 4 de febrero.
Margo Glantz
Dice el novelista japonés Shusuki Endo que un hermano mayor nos protege de la muerte, colocado a manera de baluarte entre ella y nosotros. La desaparición de mi hermana Lilly me permite corroborar esa aseveración.
Quisiera honrar su memoria recordando con ella, como si aún estuviera viva, a nuestro padre, figura singular, ligado como todos los padres a una infancia, a la intimidad. Vivaz, de ojos pequeños y azules, pícaros, los dejaba ver tras sus anteojos redondos, enmarcados en oro; los conservo; junto, unos de mi madre en grueso carey, cuadrados. Usó barba largo tiempo, barba puntiaguda y risueña. También bastones, le gustaba comprarlos con puños de oro, de plata, de marfil, cabeza de perro, de perico o de elegante estampa.
Coleccionaba pipas: espuma de mar, corcho, cachimbas, a lo Sherlock Holmes, de diseño simple o con figuras elaboradas: viejos capitanes de mar, negros africanos o águilas. También libros, en yidish, en ruso, en español. Recuerdo sus trajes oscuros y rayados como los de los gángsters de Chicago, de moda en los años treinta, sobre todo en las películas; con elegancia los llevaban Clark Gable, Humphrey Bogart, Gary Grant o Jimmy Stewart. Creo que mi padre usaba también choclos bicolores, café con blanco. Cuando éramos muy niñas llevaba sombrero y a su muerte sobrevivieron varios de distintos colores, de fina textura y marcas muy diversas, entre las que destacaba la Tardán: en México se usaban sombreros Tardán y se bebía cerveza Corona: así era, definitivamente, 20 millones de mexicanos no podían estar equivocados.
Además de vender pan, mi padre pudo pronto dedicarse a lo que le gustaba, la poesía. Inscribo una de las primeras que escribió, la tradujo al español with a little help of his friends:
No podía ya permanecer/ Tus ojos silenciosos - maternales;/ Hogares lejanos, ajenos/ Me llamaban, me atraían. / Me dirigí a los caminos/ Que me extendían las manos;/ Tómenme, llévenme/ A donde les plazca. / Desde entonces mis pasos primeros/ Te los confié, mundo;/ Desde entonces, madre, tu hijo/ Está perdido en lugares lejanos/
Junto con otros escritores e intelectuales, mi padre se dedicó a fundar y a colaborar en periódicos judíos en yidish impresos en México a comienzo de los años 30. Escribió varios libros de poemas en esa lengua: Un pedazo de tierra, Cristóbal Colón; fue amigo de los más destacados intelectuales y escritores judíos de su tiempo. Su vida en la comunidad abarcó muchas facetas, participó en la Beneficencia Israelita, en el Comité
Central, en las asociaciones políticas, en la fundación de escuelas y, en momentos políticos importantes, combatió contra los fascistas y publicó un libro sobre la guerra de España, Banderas ensangrentadas. En 1939 fue víctima de un pogrom local, conducido por un grupo de Camisas Doradas que quisieron lincharlo.
Muy pronto se hizo amigo de varios de los más destacados escritores y artistas mexicanos: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Orozco, y algunos de los muralistas, colegas de diego Rivera, pintaron sus retratos: Fernando Leal, Ignacio Rosas. Conoció a Xavier Villaurrutia, a Jorge Cuesta, a Luis Cardoza y Aragón y cuando llegaban a México intelectuales o artistas famosos nuestro padre se amistaba con ellos, el cineasta Eisenstein, el poeta Maiakovski, el pintor Marc Chagall, el violinista Isaac Milstein, y también, León Trotski.
Más tarde, a finales de la década del 50, con mi madre abrió un restaurant kosher style, famoso en la Zona Rosa, el Carmel, donde empezó a interesarse por el arte, allí abrió una galería de pintura en la que exhibieron varios de los hoy más importantes pintores de México, y de pronto, también se volvió pintor y escultor y exhibió sus obras en el Palacio de Bellas Artes, en el Museo de Arte Moderno y en otros países: Israel, Dinamarca, Estados Unidos. Recuerdo una escultura en especial, se llama "No es arca de Noé", está encaramada en el techo de mi casa, es de chatarra y tiene forma de barco.
Trazó una imagen exterior, un retrato hablado. Y si hablo de retratos puedo verlo en uno, muy joven, a caballo con una enorme canasta de pan en la cabeza, vendiendo pan en abonos por las calles de México, como otros emigrantes judíos solían vender corbatas. En este instante, cuando escribo, contempló uno que le tomó Paulina Lavista y que hace unas semanas, ya restaurado, me obsequió Pablo Ortiz Monasterio: aparece ya viejo, sus ojos pequeños, azules y claros relumbran, una pipa en la boca, sonríe.
Sí, nuestro padre: él mismo se concebía como un judío converso.
Mi padre escribía a máquina. Con los pulgares. Su máquina tenía caracteres hebreos. Yo tengo esa máquina, es Remington y las teclas ya están desgastadas, pero mi padre se las sabía de memoria.
Lo recuerdo sentado en un inmenso sillón con asiento de cuero rojo y un respaldar muy alto y labrado (hoy es de hule rojo). La superficie del escritorio era bastante amplia, pero él colocaba su máquina sobre una tabla insertada encima del cajón lateral derecho de la mesa, allí guardaba las hojas blancas que utilizaba para escribir: Era una tabla pequeña. Creo recordar que y para escribir se acomodaba en un banco y daba la espalda al escritorio.
Escribía muy rápido. Recuerdo el repiqueteo de las teclas. Colaboraba en dos periódicos en idish fundados a finales de la década de los 20 el siglo pasado. Se llamaban Die Shtime (la Voz) y Der Weg (El camino).
Mi padre se llamó Jacobo Glantz. Sé que murió en la madrugada del 2 de enero de 1982. Lo vi —lo vimos— extinguirse, adelgazar, disminuir su entendimiento, quebrarse su lengua, llenarse de agujeros su cuerpo, vivir el suero, sufrir las hemorragias y la asfixia, desdibujarse su hondo sentido del humor, hacerse pequeñito, frágil, convertirse de pronto en mi hermanito caprichoso, intolerante, en mi hijito, en mi niñito menor, en mi martirio, él que concebía el judaísmo no como una tradición, no como una cultura, sino como un martirio.
Mi madre lo miró con los ojos de quien se ha visto 57 años en el otro, los 57 innumerables años de una vida, de una pareja perfecta y divina, con sus agravios y sus rencores, sus violencias y su devoción. Lo vimos irse desangrado a la morgue, donde lo colocaron, y mi madre, pensativa, dijo: "¡qué curioso, él que no soportaba las corrientes de aire ahora está en un refrigerador!" De allí salió rumbo al panteón, colocado en un cajón de pino apenas desbastado, envuelto en su sudario, apenas un bultito, con la barba blanca y puntiaguda y la cara de estatua que casi siempre llevan los muertos. Sí, mi papá murió esa madrugada cuando despuntaba el año.
Pero para mí no ha muerto, apenas lo he llorado.
Cuando pienso en él, lo siento al lado con su mirada burlona y su pícara sonrisa, pensando en rima, haciendo juegos de palabras, travieso como un niño, maligno como un niño, viejo cabrón, conversando con sus amigos, mirando a las muchachas, garrapateando poemas, sentado a su mesa del Carmel, esperando a la gente, o tomando un té hirviente como el que tomaba cuando pequeño en su pueblo natal. Porque mi padre nació en un pueblo grande de Ucrania, en Kremenchug, y se trasladó a los pocos meses, en brazos de su madre Sheine, al pueblito de mi abuelo Osher, Novo Vitebsk, nombre de un pueblo de pintores, porque en Vitebsk nació Chagall, amigo de mi padre, a quien siempre le gustó el arte y la pintura.
La revolución rusa lo conmovió y lo hizo revolucionario. Salió para Gerzón, ciudad ucraniana, donde trabajó como profesor de marxismo y, luego, con el hambre, emigró hacia Odesa. Allí encontró a mi madre, con quien se casó y con quien emigró para siempre hacia América, adonde llegaron en 1925, todavía en barco, rodeados de emigrantes, sin saber la lengua, vestidos como europeos, asombrados ante el mundo nuevo de Veracruz. Tomaron un tren que los trajo a la ciudad de México, y en el tren se encontraron a un judío que llevaba sobre la cabeza treinta sombreros y alrededor del cuello 50 corbatas. En México mi padre vendió pan negro, tipo europeo, montó a caballo para recorrer la pequeña ciudad provinciana mientras mi madre lo esperaba en una casa de la calle de la Soledad, en la Merced, vestida totalmente de blanco porque llegaron en verano.
Vendía pan y aprendía español leyendo a González Martínez, y luego conversaba con Rafael López y más tarde con los contemporáneos que eran de su tiempo.
También fue amigo de Diego Rivera y de Frida; conoció a Orozco y a Siqueiros, fue amigo del Dr. Mariano Azuela y del pintor Fernando Leal; todos los poetas le hacían compañía y los pintores pintaban su retrato. Él se sentía Colón y le escribió un poema.
También les dedicó sus versos a los republicanos españoles, y como todos sus hermanos supo que los fascistas no iban a pasar. Se parecía a Trotsky, y Trotsky decía que mi padre se parecía a su hermano que mantuvo el apellido de Bronstein. A mí me daba miedo pasear con él porque me llamaban la hija de Trotsky. En el Carmel estaban sus amigos, artistas y poetas. Allí expusieron algunos pintores por primera vez, quizá Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Luis López Loza, Martha Palau, Leonel Góngora... Sentados en alguna mesa conversaban con él Mathias Goeritz, Juan O' Gorman, Justino Fernández y Pedro Coronel.
Más tarde empezó a escribir poemas en español y publicó algunos, y hacia 1965, cuando ya empezaba a ser viejo, porque nació con el siglo, se inició en la pintura y también en la escultura. Pintaba con los dedos y en todas partes, en cualquier papel, en servilletas, en plásticos, en madera, en masonite, en caballetes, en el suelo, y pronto la casa estaba cubierta de colores. Recorría los mercados, amontonaba desechos y figuras; se hizo amigo de los soldadores y con ellos construía sus esculturas que se parecen a sus poemas porque algunas son y no son Noé, porque otras anuncian un inútil resplandor como las ballenas, y las demás denuncian el futuro.